El intenso ruido de los motores de los vehículos y los disparos de los carros de combate cerca de nuestra casa, en la calle Bueras y frente al hospital Regional de Valdivia, nos despertaron muy temprano. Nuestros tres hijos menores lo hicieron aterrorizados. Sólo pudimos escuchar Radio Magallanes, en la que se podía oír al presidente Salvador Allende anunciando que las Fuerzas Armadas se habían levantado contra el Gobierno Constitucional. Tras un silencio en la transmisión, sólo se escuchaban los mandos militares, ordenando el estado de sitio y la obediencia a la junta militar o la aplicación de la ley marcial en estado de guerra.
Días más tarde, me acerqué a la sede del colegio Médico, donde era consejero regional y me cercioré por su leal secretario que ésta había sido saqueada por soldados y por miembros de una nueva directiva impuesta por el comando militar y que mi amiga y colega Eliana Horwitz, había sido encarcelada y había caído sobre ella una orden de fusilamiento.
No pasó mucho tiempo hasta que la Rectoría de la Universidad Austral de Valdivia me citó junto a otros docentes para firmar la renuncia “voluntaria” al cargo de Profesor de la Universidad. Una renuncia impuesta por las nuevas normas del delegado Militar.
Con el Golpe, se había implantado una dictadura represiva, con torturas, terror, detenciones, la desaparición de personas y el fusilamiento de docentes, trabajadores y destacados personajes políticos. El miedo, la delación y el soplonaje eran frecuentes entre la población y el abastecimiento general decayó. El desempleo aumentó y la angustia y la inseguridad en los hogares, se convirtieron en algo común.
La inseguridad y la preocupación por nuestro futuro y el del país, nos agobió.
Un día, tras volver a casa de salir a vender unas pertenencias para comprar alimentos, encontré a mi esposa Rebeca esperándome para decirme que la Policía Civil había venido a buscarme. De inmediato me presenté en el cuartel, siendo automáticamente encerrado y obligado a esperar a una patrulla armada y a un oficial para llevarme con los ojos vendados a un lugar reconvertido en un campo de concentración para prisioneros de guerra. Era el gimnasio del Banco del Estado, un sitio en el que fui sometido a vejaciones y expulsado de toda institución laboral, donde conocí la impotencia de soportar la humillación y el miedo al verme tirado en el suelo con el pie de un soldado sobre mi espalda, sintiendo el cañón de un arma en mi nuca.
Mientras estuve encarcelado, Rebeca deshizo nuestra casa, regalando los enseres que podía y trasladando el resto, a un fundo de un pariente en Villarrica (sur de Chile).
Pasado un tiempo tras mi encarcelamiento, fui llevado en un camión militar descubierto junto con un grupo de prisioneros, a una oficina notarial para firmar un documento por el cual quedamos libres y juramos haber recibido un trato digno en nuestra reclusión. Durante el recorrido desde el campo de concentración a la oficina notarial pude saludar entre la multitud aglomerada en las calles de Valdivia viéndonos pasar, a algunos de mis conocidos y alumnos.
Inmediatamente nos trasladamos a Santiago, para conseguir nuestros pasaportes. Nos fueron denegados. Durante ese tiempo, trabajé como chofer llevando a observadores norteamericanos y poco después, volvimos al sur para gestionar la documentación que, gracias a un buen contacto, conseguimos rápidamente.
En ningún momento, Rebeca me dejó solo. Nuestros hijos se quedaron con su abuela y tías hasta que llegó el momento de salir de Santiago con los 3 hijos y con el mínimo de enseres. Nos despedimos de mi madre, hermanas y de mi suegra en Coihaique mediante una llamada telefónica. Mi suegra tenía a su otro hijo, mi cuñado Cloro Soto Villegas, durante 3 meses en el Campo de Concentración de Coihaique (cárcel de Las Bandurrias) y sin saber de él. Después de un año, mi cuñado salió vivo.
La ansiedad, angustia y preocupación de Rebeca por el futuro de nuestros hijos nos hicieron emigrar a Argentina. Un día temprano, tras el Año Nuevo de 1974, con lágrimas y dolor nos fuimos a Los Andes y a Portillo. Pasamos la frontera chilena con terror y pánico a que la policía no nos dejase cruzar, pero nos permitieron el paso. Atravesamos el túnel fronterizo, que se nos hizo más largo de lo que era, y cuando salimos a los brazos de la Policía Argentina con nuestros hijos, solo acertamos a gritar: ¡¡¡SOMOS LIBRES!!!
Fue un largo y angustioso viaje al sur de Mendoza, atravesando La Pampa y soportando el sol y la soledad hasta llegar a la provincia de Río Negro, a la ciudad de Cipolletti, donde nuestra familia nos recibió con afecto y respeto. Allí conseguimos trabajo y vivienda. Pero la felicidad duró poco.
Un nuevo golpe militar en la República Argentina nos llevó otra vez a hacer las gestiones necesarias en los consulados Británico y Alemán, donde nos concedieron la condición de Refugiados Políticos sin condiciones ni preguntas ideológicas.
Decidimos establecernos en Alemania a pesar de las diferencias culturales y lingüísticas. Allí encontramos lo que habíamos perdido en nuestro Chile, libertad, derecho al trabajo y formación y protección para nuestros hijos.
Adaptarnos no fue fácil. La preocupación por nuestras familias que habían quedado sin protección y la incertidumbre por el pueblo de Chile en el que no se podía confiar en nadie, nos rondaba la cabeza. Teníamos una carrera profesional truncada por la dictadura y con colegas y amigos desaparecidos o asesinados. Para otras personas fue el estigma de las torturas, de las cuales nunca se recuperaron o de los ideales y principios filosóficos y políticos atropellados por la ignominia del poder, el egoísmo y el arribismo.
Establecer nuestra residencia en Alemania nos proporcionaba seguridad y protección, pero su endiablado idioma fue una tortura para todos nosotros. Además, aunque encontramos buenos amigos, amistades que hoy en día perduran, nos sentíamos y estábamos sin familia. Nos supuso muchos sacrificios y aguantar situaciones incómodas, como la convalidación de los estudios de nuestros hijos, la nostalgia, el dejar a nuestras familias con un futuro incierto e incorporarnos a una sociedad con costumbres y una cultura tan diferente a la nuestra.
La impotencia de no poder intervenir contra la dictadura nos incapacitaba hasta para las más mínimas acciones. Casi 2 años después, ya estando en Europa, Pinochet me dictaminó por decreto la prohibición de regresar a mi país por ser un elemento peligroso. Tras unos años, el Colegio Médico de Chile me informa que, gracias a una amnistía se me autorizaba a regresar, una amnistía que rechacé públicamente en la Revista de Medicina porque mientras el dictador Pinochet fuera el Jefe de Estado, no volveríamos.
Héctor Rodríguez Maturana.
Médico Universidad de Chile.